A pesar de no haber nacido en tierras mexicanas (como ya lo conté en mi relato pasado), la milpa fue parte importante de mi infancia y la reciente colección La hijas del maíz de Carmen Rión, me remontó mágicamente a recuerdos de esos primeros años en que todo fue tan intenso que hasta el inglés se me olvidó y el español se convirtió en mi lengua materna.
Pasé de los 7 a los 10 años rodeada de milpas. Vivía en Cuernavaca en unos terrenos enormes de un amigo de la familia, que iban a ser lo que hoy llamaríamos, me imagino, un desarrollo de condominio horizontal. Domingo Diez número 8, era la dirección.
Tenía calles trazadas, glorietas con jacarandas y framboyanes, una modesta casa central, una alberca de agua helada que decían llegaba de los volcanes muy visibles y muy nevados en aquel entonces, caballerizas donde, obvio, no había caballos, y cuadras y cuadras de terrenos donde, era de suponerse, irían eventualmente las casas.
Cada año un parte pequeña del enorme terreno se araba, —sí, con yunta y bueyes—preparándola para la siembra del maíz. Una vez hecha la siembra, a mano desde luego, primero salían las plantas tiernitas del maíz, y resultaba fascinante ver como iban creciendo hasta convertirse en túneles, refugios y escondites.
Ahí, sin querer queriendo entré en contacto con el maíz… cuyas largas hojas se doblaban hacia la tierra mientras que el penacho viril se alzaba hacia un cielo intensamente azul, mirando hacia el Popocatépetl cuyas nieves entonces parecían eternas. Una vez cosechado el maíz, los túneles verdes se convertían en pasadizos de hojas secas hasta que llegaba el momento de cortar, quemar y volver a preparar la tierra.
En la entrada a ese enorme predio estaba la casa del cuidador, Cándido sembrador de la milpa, cazador de tlacuaches y padre de muchos hijos.
La cosecha se vendía pero se apartaba un lote para que Escolástica, la esposa de Candido, nixtamalizara los elotes secos para hacer masa para tortillas. ¿Nixta quoi?
Nixtamalizar es un proceso sencillo para preparar el maíz, hirviéndolo en agua con cal para que el grano del maíz, se transforme en masa. En una olla sobre el anafre donde brillaba el carbón, Escolástica, conmigo curioseando a su lado, hervía los granos de maíz en agua con cal hasta aflojar la cáscara, misma que quitaba a mano para poder moler los granos en el metate. La molienda convertía los granos en masa que Escolastica separada en bolitas que tomaba entre sus manos, como si aplaudiera al dios Centeotl, para convertirlas en las redondas tortillas que se inflaban al tocar el comal. Lo que en aquellos ayeres era del diario, hoy es un lujo de alta gastronomía en los restaurantes que hoy rinden homenaje a “Lo mexicano.”
El olor de la masa fresca que se iba cocinando es uno de esos recuerdos de infancia que se me vienen a la memoria cada vez que paso por una tortillería, de esas que aún quedan en diferentes lugares de la ciudad.
Con el recuerdo, pasan frente a mí como película de antaño: una Cuernavaca que ha desaparecido con su catedral, hoy tristemente grafiteada, donde hice mi primera comunión de manos del obispo Méndez Arceo, mejor recordado como el Obispón Rojo por obvias inclinaciones políticas que fueron apareciendo en los 60s cuando en Morelos estuvo Ivan illich, pensador austro-ecuatoriano que abogaba por la desescolarzación y el homeschooling (la educación en casa). Mi mamá, una mujer de ideas muy avanzadas, me dio clases un año debajo de un árbol en 1955…supongo que ella y el tal Ivan se habrían entendido muy bien.
¡Que tiempos aquellos! Resulta increíble que una propuesta de diseño como Las Hijas del Maìz de Carmen Rión, puede remover hasta la médula los recuerdos soterrados en el subconsciente y plasmados en fotos de álbumes viejos que de milagro no fueron destruidos por el paso del tiempo y la digital indiferencia de las nuevas generaciones.
Sin duda la moda y las emociones se entrelazan creando historias perdurables. Esta colección de Carmen Rión no solo me trae recuerdos sino que nos recuerda, o debería recordarnos, de qué estamos hechos los mexicanos.
